Un ligero temblor, como si el metro hubiese pasado demasiado cerca, y varios puñados de polvo cayeron desde las lámparas incandescentes. Todo el mundo se detuvo un momento en el pasillo: un monje cisterciense perdió el hilo de lo que departía con su compañero, letrado en la corte de Carlos III. Una joven aprendiza de modista se escabulló entre ambos, miró al techo como todos, y pasado el susto inicial siguió hasta el despacho del subsecretario. Tuvo que llamar dos veces hasta que le dieron permiso para entrar.
- Señor -fue cuanto dijo.
- Hable, hija, hable. Vaya directa al grano que tengo mucho follón.
- La Patrulla está lista para la misión, señor subsecretario. Han pasado ya por las manos de Don Humberto.
- Excelente, seguro que Cornejo ha hecho un gran trabajo, como siempre. Y su hijo Vicente pronto... -el siguiente temblor se dejó sentir con más intensidad. La muchacha palideció un poco, mientras el subsecretario empujaba, con los gestos automáticos de quien repite lo mismo varias veces al día, un cajón que habían abierto las vibraciones-. ¿Y por qué no están ya aquí?
- Se trata de Don José, insiste en llevar su propia chaqueta, como siempre.
- Hágales venir. Déjeles claro que se lo he dicho yo.
La muchacha asintió, aturrullada, y salió tan rápido como pudo hacia el departamento de vestuario.
(...)
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